martes, 19 de febrero de 2013

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Un entusiasmo inexplicable

(Base de la historia La que se cuenta es una historia cierta. La esposa contrata un camión, agrupa la hacienda, la ropa, los muebles, los hijos y una noche a escondidas, se muda a otro pueblo, a casa del amante. De los hijos, unos regresan con el padre mientras que otros se quedan con ella. Elisa es hija de esta segunda relación, aunque no lo sabe, pero lo sospecha. El relato comienza cuando la verdadera madre, es decir la abuela, que ya también ha dejado a Angel, la envía junto al peregrino a ver qué hay de todo lo que aportó: nada, sólo el páramo. Cuando la abuela se va del cortadero, hay que legitimar a la niña y la entrega al primogénito casado, que acepta a regañadientes y la anota como propia; pero Elisa pasará la mayor parte de su tiempo con ella. Ya adulta, Elisa apura una relación para tener un niño. Pero no viene; esto la desespera y destruye el vínculo. Antes de romper, procura reparar a la abuela, haciéndose con lo de Angel primero y con lo del peregrino luego. Es en ese propósito, cuando el narrador devela lo que ella sospecha y aún más. Es esta una cuestión femenina, en la que los varones: turcos, alfareros y peregrinos, están pintados. Aquí, ellas tienen la capacidad de malear el mundo y estirar sus deseos hasta hacerlos coincidir con la justicia . De todos modos el peregrino atisba y vibra con el dolor, el amor y la irredimible condición humana en la gestión del plan. Eso es lo que se cuenta, lo que se intenta contar. He entrecomillado la palabra "abuelo", para prevenir al lector acerca de lo engañoso del apelativo. Si nada llegara a servir, rescato del artificio la semblanza y la caracterización de la muchacha. ) ------------------------------------------------------------------------------------------------------------ Un entusiasmo inexplicable "¿Cuál es la recompensa a tanto trabajo?... ¡Habla, tejedor!... ¡Detén tu mano!... ¡Di una sola palabra!... ¡No! ¡No se oye ni la menor respuesta! La lanzadera (el sol) huye. Las figuras salen flotando del telar. El deslumbrante tapiz se desarrolla sin cesar. El divino tejedor sigue con su labor, pero sin duda el ruido de su trabajo no le deja oír ninguna voz humana." Una glorieta en las Arsácidas. Moby Dick. cap 102 ------------------------------------------------------------------------------------------------------------ Quizá ella no supo o no alcanzó a comprender, pero fue su amor el que disipó en él las habladurías acerca de la sevicia del diablo y lo promovió al abrazo y a seguirla y fue muy feliz en aquella tapera de provincia adonde Ángel, que así llamba al "abuelo", tenía la barraca y la mula y la acequia y el malacate para hollar la charca en la que se adentraba descalzo a sacar la mezcla con la carretilla rechinante de hierro, lata y palo, toda enmendada con alambre de fardo. Elisa y Gaspar se guarecieron en el churcaje hasta la hora en que despierto, Ángel les franqueó la tranca. Corrieron de inmediato hacia el jergón para el refocilo, después de una madrugada en la espera y de una noche de viaje. Fue recién a las diez, cuando el cielo se desfondó en un chubasco y el alfarero revirtió a la charca los cortes ya desmoldados y estibados que el visitante, ahora despierto por el brío de la lluvia contra las chapa, vio al hombre manso deleznar la faena y sospechó que el viejo, sabía desde siempre cuan lento el sol cocinaba la tierra y que por eso, no menguaría luego en un ápice el contento con el que calentaría el agua, cebaría los mates, avivaría el rescoldo contra las galletas y propiciaría el desayuno para el agasajo. Elisa caminó luego al amparo del compañero y rastreó animosa todos los rincones del paraje en el que había nacido. Le preguntó al "abuelo" por la cabra y la parra y por el horno de pan y el gallo Esculapio y al fin por la madrina siria que vivía a una legua, a la que visitarían esa tarde misma. Antes del desayuno Ángel fue hacia el ropero, del que extrajo un atuendo que conservaba intacto: el vestido bermellón perteneciente a Elisa, ahora distante, que es así cómo también se llamaba la abuela. La nieta lo miró de soslayo, sin atinar a tocarlo. _¡Ay, mire, cómo lo conserva! _dijo .Y se entretuvo con otra cosa porque las mujeres, que tejen solitarias una felicidad inescrutable, aúnan después las hebras malditas en el telar comunitario de la desdicha gregaria. Y es que resulta que muchos años atrás, una noche en la que el marido no estaba, la abuela reunió a los hijos y a todos los animales de la chacra y bajó desde de la Dormida hasta Tuclame para afincarse con su amante en el ladrillar. Y acerca de todo cuanto las Elisas hablaron antes del viaje, el peregrino nunca llegaría a enterarse, puesto que aquel hombre del barro, vivía solo otra vez hacía ya una pila de años. Después caminaron al pueblo para comprar la cena y mostrar el novio en estreno a la madrina siria, donde comieron keffir y aceitunas negras hasta la oración. Allí Gaspar conoció al mercader de las camisas blancas que había sido nacionalizado en matrimonio desde la Turquía por la comadre ya entrada en canas y supo, de aquel olivarero rico con quien a Elisa la habían negociado en una transa, de la que ella no habría ido en parte y supo también, de la cierta fortuna que la muchacha echó en balde con un desaire malhadado, por ese carácter propio de los que fueron amamantados con leche de cabra. Desde las viejas construcciones del norte de la provincia de Córdoba no venía música. No había árboles, ni veredas a nivel, ni calles enteras, ni colores uniformes o complementarios: cada casa era una sola luna descielada. (leer como desterrada, al revés) En esa clase de soledades, hechas de duraznillo, cicutas, romerillos y cizañas, Elisa había tenido una infancia y su acompañante, parecía ahora entrever que por más afinada que fuera la melodía con que su voz se la cantase y aunque esforzara la alegría con un entusiasmo inexplicable, no había nada lindo que se la recordara. Años más tarde, Gaspar aún se apresuraría en alcanzar a las mujeres que de lejos se parecían a Elisa. Notoriamente estevada, al igual que sus pies contrariados , sus piernas convenían mejor a quebradas, riscos y desfiladeros del pedregal a los que se adecuaban. Cargada de hombros, cintura escasa y cerviz desplazada hacia un lado, ofrecía de espaldas la impronta de una muchacha que cobijaba entre los brazos un recado precioso. El pulover de bremer, la pollera sastre color gris y los mocasines marrones, contrastaban poco con la monocromía agreste del matorral. Era una carrera inútil, sabía, porque de haber sucedido que en efecto, en el tumulto, una vez alguien pudiera ser ella, lo habría mirado rara, con una gelidez tan intensa, como la pasión que antes la había empujado a vivir para siempre junto a el. Y a esa devoción desmesurada e insensata, a ese candor desesperado por el anhelo de fundar la vida, ofrendándole a Gaspar la anhelada región de la progenitura, nadie lo puede desestimar sin ofensa. Gaspar se resignaba entonces a evocarla en los días de sol, tres pasos por detrás, antes de que el brillo de sus ojos se helara. Después de cenar, ella quiso bañarse y Angel, tuvo que acurrucarse en la alcoba bajo el Sol de Noche junto al peregrino, que no llegaba a comprender el apremio que tenían las damas por la ducha ordinaria. Esa era la razón, recordó, de que fuera un varón el primer hombre que pisó la luna; ninguna, por romántica que se presumiera, aceptaría el paseo, se dijo, hasta que no hubiera baño allá arriba; y es deber de buen colono fundar letrina antes de asentar campaña, concluyó. Codo a codo, hartos de divagar en solitario, con la mirada al vacío y de espaldas a la bañista, los desconocidos atinaron al habla. La casa ya no era tapera, coincidieron, desde que se le había agregado el estar. En la pared de la sala, a un metro por arriba del piso estaba la tronera del rescoldo en el que cocieron la cena y contra la que Elisa sacaba ahora el agua, que escanciaba en jarra hacia la palangana de la ablución. De refilón, el peregrino atisbó su silueta tiznada con el ánfora en vilo a contraluz de los leños, y recibió la impronta de una salamandra vibrante enzarzada a las llamas. La noche que se conocieron sucedió otro hecho inesperado; Elisa lo arrancó de un tirón a las cuatro de la madrugada y lo arrastró hasta el centro para enfrentarlo a la vidriera espléndida de "El Osito Azul". La misma era una profusión de fruslerías dispuestas sobre escaparates y también dispersas; cunas, peluches, moisés, cobertores, bañeras, sonajeros, tules, voailes y plástico de mil y una forma, color y disposición , todo destacado en plenitud gracias a la maravilla de la luz eléctrica. Quizá por sentirse extenuado, a Gaspar esto no le pareció entonces lindo ni tampoco feo, apenas si una tolerable estupidez. Después se extraviaron en los mil vericuetos de la madrugada rastreando infructuosos la huella de un "Café" supuesto, cuya existencia llevaba ella metida en algún lugar de su cerebro, ya que el mismo ofrecía al parecer, un marco auspicioso para un romance incipiente entre una joven atolondrada y un cuarentón desencajado por una claridad que lo vencía. Amaneció nublado. El clima trabajaba desfavorable a los compromisos que apremiaban a Ángel cuya desazón ya no tenía disimulo a causa de los miles de ladrillos que además le adeudaban. A peor, debía devolver la mula . Elisa en cambio no cabía en el contento. Caminaba con desasosiego el predio al que evaluaba propio, por delegación de la abuela, con la que se había criado y empujó entonces al peregrino hacia los terrenos lindantes por si se le ofreciera un animal, puesto que para pechar no hacía falta un elefante. El novio recorrió los aledaños y regresó con un matungo esquelético arrendado a jornal, el que fue vendado y enjalmado de inmediato. Ángel pisó el mortero con un entusiasmo inexplicable y de en tanto, despejaba con el antebrazo los lamparones con que el enfardado aparejo y el desparejo jamelgo, en un contrapunto sincopado le embadurnaban el entrecejo. Al final de esa jornada y en vísperas de la partida, Ángel se apresuró a confiar al peregrino algo sobre una cuestión de papeles, para que viera de por sí que poseía el respaldo legal de su querencia. Se encaminaron solos hacia el armario del que extrajo, muy próximo a la pollera colorada, unos pliegos borrosos y manuscritos. En ellos debía constar que las cinco hectáreas eran suyas y que la dehesa de las otra cinco, sembradas con alfa por un intruso, también le pertenecían. Como era de esperar, la proximidad del peregrino lo confirmó en la creencia de la legitimidad de su posesión; y es que un hombre aislado carece de justificación y de fuerza para ostentar cosa alguna y que en cambio dos constituyen familia. Y como cualquiera entiende que ese número progenitor es por lo mismo origen de una razón valedera, a Ángel le brillaron los ojos con su renacida certeza. Señaló entonces los palos ya enhiestos para la extensión del cableado, que llegarían hasta donde la muchacha y el peregrino dispusieran estancia. Además sobraba piedra para levantar casa, colmar la sangría, y si ahondaban la acequia, asegurar la fertilidad de la quinta, la charca de los patos, el corral de las gallinas y toda el agua necesaria para la sed de la vida . Su contento era una borrachera desmoldada que avergonzaba un poco al peregrino; temía por ella, que la ciudad la ofendiera. Cuando estaba feliz era una catástrofe que lo encendía todo con aleluyas, asaltos y zapucayes, mas si por un gesto inopinado o por alguna actitud imprecisa se presentía agraviada, era un animal de impiedad vengativa que arremetía en principio contra espejos, vajillas y terracotas para terminar luego contra todo lo amable. No cabía en medida y sus gritos herían dignidades acervas, de vecindades recíprocas. Su rostro terso y oval se resquebrajaba en maldición y blasfemia; la pequeña boca se desbarataba por sus comisuras hasta transfigurarse en jeta y sus pupilas desaparecían tras los párpados rígidos cual vertientes pétreas, por el que fluían acuíferas, tan hondas y tan copiosas, dos concavidades ciegas. Al fin, se ovillaba con las manos ceñidas a la entrepierna y gemía enarcada en un rincón cualquiera. Durante horas, todo en ella era una ceremonia del dolor. La mañana del día del retorno llovió a cántaros y la charca se transformó en laguna. Había que devolver el caballo y al regresar de la gestión que emprendieron juntos, no hablaron de otra cosa que de colmar la hondonada con unos patos criollos que le lograron comprar, para que Ángel los multiplicara. También fijaron la "costa" con varillas de sauce, para que no faltara sombra en verano; y plantaron ligustros, para que no faltara verde en invierno; y vieron y creyeron y se prometieron hacer del cortadero un vergel de feracidad desbordante. En el origen del tiempo fue el tejido al ganchillo la malla que logró al fin manear su inexplicable y encabritada dolencia. Contaba las vueltas en silencio, para luego desatarlas y comenzar de nuevo. Cualquier red era escasa en relación a la magnitud del propósito que la impulsaba, y con el que presumía llegaría una vez, como todo artífice a sentirse representada por completo. También el peregrino acordeló contra el tañido de una guitarra la desazón y el temor a la ausencia incipiente, con la que ella comenzaba a aislarse. Sendos, cada cual por su arte, tensaban y destramaban desafinados, con las miradas perdidas, el tapiz de una convivencia perecedera. Fue en ese trance que remontaron el tiempo y desandaron el mundo por entre cardales y tunas hasta las fraguas del ángel. Quizá entonces no supo o no alcanzó a comprender que fue su amor el que disipó en él, erróneamente, las habladurías acerca de la sevicia del diablo, y que lo promovió al abrazo y a seguirla y fue feliz hasta la insensatez con aquella mujer resuelta, menuda, de tez morena, cabello largo, amplia cadera, algo chueca que quería un niñito y que mirada de espaldas caminaba como si lo transportara, porque no hay nada que más apetezca el demonio que sembrar diablillos en cuchillas, cañadas y cortaderas, y que por una cuestión de quistes y sabrá el mandinga qué brebajes de peligrosas yerbas, con las que el marido traicionado por la desaprensión del saqueo, junto a la prole enfurecida por la coerción con que se la había desalmado y arrastrado al éxodo, enherbolaron la parición de la muchacha, a todas luces maldita, que nació de milagro, tan estéril como el páramo al que la abuela y Ángel se replegaron un día para cocinar la tierra y fundar, con un entusiasmo inexplicable la barraca, la tapera y si Dios proveyera, una letrina.

El diablo

Hería el sol y los árboles se espejaban azulejos en el macadán de la siesta. En la avenida un policía me detuvo porque tenía los cordones sueltos. _¡Átese los cordónes! _ dijo. ( _Y ya que estoy en el suelo refuerzo también los tuyos, eh; pensé). Era un muchacho de veintiuno que recorría la zona y yo un viejo que hacía lo mismo _¿No se da usted cuenta del riesgo al que se expone y el elevado costo social del socorro público?_explicó. Yo conocía de acechos como era el caso de los automovilista: la prohibición de tomar mate, fumar, hablar por teléfono, beber alcohol, ingerir sedantes, escuchar música y manejar sin cinturón; pero aún era inconciente del desatino, de la sinrazón de arrastrar los cordones y caminar fuera de casa con los zapatos flojos...Los zapatos son mis autos, concluí. Me erguí ante el funcionario que indicó: _¡Circule! Proseguí conturbado palpando mi escaso cabello, la cremallera de la bragueta, los botones de la camisa y la hebilla del cinturón. Todo estaba en orden. Ya en la esquina hice un rodeo para cruzar, porque había un pozo con agua pestilente junto al reborde. Así mismo, debí esperar mucho tiempo, dado que siempre que el semáforo me habilitaba, se reiniciaba el tránsito de los que giraban hacia la derecha. Al llegar a la otra vereda me dí con una baranda protectora a lo largo de todo el cordón y la trepé conciente de la transgresión de mi imprudencia. Pude luego continuar por entre las baldosas sueltas, ramas caídas por causa de la tormenta y las mesas vacías de quioscos y bares al aguardo de los viandantes del atardecer. Al acercarme al otrora hermoso jardín de la estación ferroviaria, comprobé que no era un espejismo, que lo que de lejos parecía una refracción causada por el tufo de la canícula era un hecho: los árboles asomaban por las grietas del macadán y luego por entre los durmientes de las vías. Tenía razón el perro: en caso de algún siniestro, con los cordones sueltos, las culpas se inclinaban adversas a mí: decía la ley. Comprendí que a medida que la ciudad se desbarataba, que la urbanística era más caótica y los edificios ganaban el espacio de la vereda, que los mandatarios se dedicaban en exclusividad a los negocios privados que les facilitaban sus funciones virtualmente estratégicas, éramos más culpables, más cercados, más sospechosos, más deudores. Todo proseguiría así, empeorándose, hasta que el descontento y la sofocación propiciasen el próximo golpe, la catástrofe que sacudiese de nuestras conciencias el peso de la infame e interminable sujeción. Desde luego que las cosas se malbaratarían aún más, pero igual, en el impase, habría el iluso resuello de los apocalípsis.

lunes, 3 de diciembre de 2012

El dilema de Juan

Por tercera vez llevé mi cabeza a Salomé, la peluquera. Ella lo hacía bien, lo suficiente, pues no tenía yo gran pretensión al respecto y era además el suyo un buen precio. La primera pagué lo que valen dos quilos de pan, la segunda cuatro y así mismo era barato, pero ahora cuando fui a retirar, la peluquera me pidió el equivalente a los veinticinco quilogramos que eran todo un jornal. Para justificar tamaño desbarajuste, ella insistió en la calidad de los retoques con tintura y en la mejoría del corte por ser la mía ya una cabeza reconocida para sus manos. Dijo también que había rasurado el rostro, quitado las vibrisas que asomaban de la nariz y peinado con un gel importante. Me hallaba en un dilema porque no daba opción. Esa mañana le había confiado el cráneo con lo que él contenía, ya que no lo necesitaba en la fecha para mis actividades evangélicas de rutina . Cuando regresé me dí con la sorprendente tarifa . No tenía lágrimas ni argumentos suficiente para la queja porque ella poseía mi cara; tampoco podía darle el dinero porque no tendría luego para el alimento, y a causa del negocio de la apariencia, carecería de lo necesario para sostener esa apariencia viva. Es así que experimento aún con terrible angustia esa escena eterna, en la que ella envuelve en papel de manzana y guarda mi cabeza con esmero en una caja de cartón, para proseguir con su oficio y olvidarse de mí hasta aquel instante imposible, en que en orden a razón y a los derechos de mi libertad asistida, fuese yo capaz de resolverme a pagar lo que debo, si de verdad la requiero.

martes, 25 de septiembre de 2012

El Espejo de Oro

> Empuñó el andrajo y quito con él la tierra del espejo. Fregó a muñón y en círculo muchas veces un rincón inferior del mismo, y a medida que se iba plateando, embistió con más entusiasmo y mayor empeño. > > > Desde su perspectiva, inclinado, con la cara muy por encima y de sesgo al ángulo sobre el que aplicaba su esmero, el vidrio sin embargo no reflejó nada: ostentaba apenas el fogonazo de su propio ímpetu. > > > Con la impaciencia de ver cosas en ese objeto y entre ellas a sí mismo, pero con la fruición que impone mesura al descubrirse algo perfecto, como era esa copia sólida, trabajada sobre la superficie blanda del agua en equilibrio, capaz incluso de rectificar lo recto, que es un espejo, prosiguió el ascenso hasta que en cada giro que su muñeca le imponía al lienzo, comenzó a vislumbrar líneas y figuras que habían tenido alguna relación material con él. > > > Su madre. La maestra de primer grado después. Luego los rostros fraternos, el barrio, los amigos, el pueblo entero y todo aquello que había tocado, visto o percibido, aparecía y se multiplicaba según la aceleración que le imprimiera el brazo a las circunvoluciones del trapo. > > > ¡Esto es extraordinario! _Se dijo_. ¡Todo lo que me revela el azogue es cierto, existe o existió en serio! Y a punto estuvo de pensar que aquello era sueño cuando al friccionar con mayor presión, no mayor velocidad, sino con más peso y esfuerzo, con mayor intensidad, también se le revelaron los sueños. Y no sólo aquellos recónditos y quebradizos, tan activos en el reposo, sino esos otros, hechos de los temores, las ilusiones y las innumerables y fecundas apetencias que trabajan de día. Dinero, casa, hijos, mujer, jardín, prestigio, berretínes, oficios, etc. El cuadro era una traslación detallada de cuanto pudiera alguien ver, imaginar, amar y odiar; tal como una bola de bruja que refleja el pequeño mundo percibido y evaluado por el único hombre que empuje con denuedo la bayeta de red contra el cristal. > > > ¡Qué complacencia sentía ese hombre al poder contemplar todos, en un solo momento, los acontecimientos más ajenos y vincularlos aquí, con la ayuda del friso, adentro de su corazón! Natali, el primer peluquero soberano, junto al soberano académico que lo facultó más el primer soberano alumno a quien él le entregó el título. ¡Cincuenta, sesenta años, todos ceñidos en el puño! > > > La fascinación a la que se hallaba expuesto, le impidió percibir la extenuación que comenzaba a afectar su cuerpo. Porque sucedió que en un cierto acto, en el que se retrataba a la perfección un episodio irrelevante, pero de gran significación afectiva en apariencia, creyó ver que Martínez, un compañero del primero superior, posaba por un instante su mirada en él, que lo observaba. > > > Hasta ese momento, y luego nunca dejó de suceder así, todos actuaban y procedían siempre indiferentes a él, dado que solo se trataba del esfuerzo de su propio brazo y a favor de sus propios recuerdos. > Pero esta distracción fugaz, este anacronismo de Martínez, por insignificante que pareciese, lo puso en tono para reparar en algo importantísimo: él no figuraba ni era mencionado en ninguno de los innumerables episodios tan escrupulosamente descriptos en el fantástico plano de la puerta del armario: se cansó de apelar y fabuló ser nombrado, porque sencillamente en su memoria, lejos del concurso de todos, él no estaba. > > > Melancólico, abandonó la faena dispuesto a mirarse, ya que para eso bruñó tanto y que para eso fueron inventados los espejos . Pero para su sorpresa, se reflejó una figura extraña, que aunque bien definida, era irreconocible. No era él un vampiro, no: ahí había algo visible que no hallaba en sus recuerdos y que, dada la burla conque lo replicaba en sus movimientos, el espejo le aseguraba que era él. > > > Comprendió con estupor que el puro presente en acto es inescrutable y que la figura y la forma sobre las que anida el aprecio, responden a un enorme esfuerzo de la memoria, en la que desde luego, se entiende, nadie puede someterse a ver... a menos que... > > > Tuvo entonces una idea "brillante", en todos los respectos del término. Primero se observó y fregó después el espejo para recordarse, tan solo como todos, por primera vez. >

Un entusiasmo inexplicable

(Base de la historia La que se cuenta es una historia cierta. La esposa contrata un camión, agrupa la hacienda, la ropa, los muebles, los hijos y una noche a escondidas, se muda a otro pueblo, a casa del amante. De los hijos, unos regresan con el padre mientras que otros se quedan con ella. Elisa es hija de esta segunda relación, aunque no lo sabe, pero lo sospecha. El relato comienza cuando la verdadera madre, es decir la abuela, que ya también ha dejado a Angel, la envía junto al peregrino a ver qué hay de todo lo que aportó: nada, sólo el páramo. Cuando la abuela se va del cortadero, hay que legitimar a la niña y la entrega al primogénito casado, que acepta a regañadientes y la anota como propia; pero Elisa pasará la mayor parte de su tiempo con ella. Ya adulta, Elisa apura una relación para tener un niño. Pero no viene; esto la desespera y destruye el vínculo. Antes de romper, procura reparar a la abuela, haciéndose con lo de Angel primero y con lo del peregrino luego. Es en ese propósito, cuando el narrador devela lo que ella sospecha y aún más. Es esta una cuestión femenina, en la que los varones: turcos, alfareros y peregrinos, están pintados. Aquí, ellas tienen la capacidad de malear el mundo y estirar sus deseos hasta hacerlos coincidir con la justicia . De todos modos el peregrino atisba y vibra con el dolor, el amor y la irredimible condición humana en la gestión del plan. Eso es lo que se cuenta, lo que se intenta contar. He entrecomillado la palabra "abuelo", para prevenir al lector acerca de lo engañoso del apelativo. Si nada llegara a servir, rescato del artificio la semblanza y la caracterización de la muchacha. ) Un entusiasmo inexplicable "¿Cuál es la recompensa a tanto trabajo?... ¡Habla, tejedor!... ¡Detén tu mano!... ¡Di una sola palabra!... ¡No! ¡No se oye ni la menor respuesta! La lanzadera (el sol) huye. Las figuras salen flotando del telar. El deslumbrante tapiz se desarrolla sin cesar. El divino tejedor sigue con su labor, pero sin duda el ruido de su trabajo no le deja oír ninguna voz humana." Una glorieta en las Arsácidas. Moby Dick. cap 102 Quizá ella no supo o no alcanzó a comprender, pero fue su amor el que disipó en él las habladurías acerca de la sevicia del diablo y lo promovió al abrazo y a seguirla y fue muy feliz en aquella tapera de provincia adonde Ángel, que así llamba al "abuelo", tenía la barraca y la mula y la acequia y el malacate para hollar la charca en la que se adentraba descalzo a sacar la mezcla con la carretilla rechinante de hierro, lata y palo, toda enmendada con alambre de fardo. Elisa y Gaspar se guarecieron en el churcaje hasta la hora en que despierto, Ángel les franqueó la tranca. Corrieron de inmediato hacia el jergón para el refocilo, después de una madrugada en la espera y de una noche de viaje. Fue recién a las diez, cuando el cielo se desfondó en un chubasco y el alfarero revirtió a la charca los cortes ya desmoldados y estibados que el visitante, ahora despierto por el brío de la lluvia contra las chapa, vio al hombre manso deleznar la faena y sospechó que el viejo, sabía desde siempre cuan lento el sol cocinaba la tierra y que por eso, no menguaría luego en un ápice el contento con el que calentaría el agua, cebaría los mates, avivaría el rescoldo contra las galletas y propiciaría el desayuno para el agasajo. Elisa caminó luego al amparo del compañero y rastreó animosa todos los rincones del paraje en el que había nacido. Le preguntó al "abuelo" por la cabra y la parra y por el horno de pan y el gallo Esculapio y al fin por la madrina siria que vivía a una legua, a la que visitarían esa tarde misma. Antes del desayuno Ángel fue hacia el ropero, del que extrajo un atuendo que conservaba intacto: el vestido bermellón perteneciente a Elisa, ahora distante, que es así cómo también se llamaba la abuela. La nieta lo miró de soslayo, sin atinar a tocarlo. _¡Ay, mire, cómo lo conserva! _dijo .Y se entretuvo con otra cosa porque las mujeres, que tejen solitarias una felicidad inescrutable, aúnan después las hebras malditas en el telar comunitario de la desdicha gregaria. Y es que resulta que muchos años atrás, una noche en la que el marido no estaba, la abuela reunió a los hijos y a todos los animales de la chacra y bajó desde de la Dormida hasta Tuclame para afincarse con su amante en el ladrillar. Y acerca de todo cuanto las Elisas hablaron antes del viaje, el peregrino nunca llegaría a enterarse, puesto que aquel hombre del barro, vivía solo otra vez hacía ya una pila de años. Después caminaron al pueblo para comprar la cena y mostrar el novio en estreno a la madrina siria, donde comieron keffir y aceitunas negras hasta la oración. Allí Gaspar conoció al mercader de las camisas blancas que había sido nacionalizado en matrimonio desde la Turquía por la comadre ya entrada en canas y supo, de aquel olivarero rico con quien a Elisa la habían negociado en una transa, de la que ella no habría ido en parte y supo también, de la cierta fortuna que la muchacha echó en balde con un desaire malhadado, por ese carácter propio de los que fueron amamantados con leche de cabra. Desde las viejas construcciones del norte de la provincia de Córdoba no venía música. No había árboles, ni veredas a nivel, ni calles enteras, ni colores uniformes o complementarios: cada casa era una sola luna descielada. (leer como desterrada, al revés) En esa clase de soledades, hechas de duraznillo, cicutas, romerillos y cizañas, Elisa había tenido una infancia y su acompañante, parecía ahora entrever que por más afinada que fuera la melodía con que su voz se la cantase y aunque esforzara la alegría con un entusiasmo inexplicable, no había nada lindo que se la recordara. Años más tarde, Gaspar aún se apresuraría en alcanzar a las mujeres que de lejos se parecían a Elisa. Notoriamente estevada, al igual que sus pies contrariados , sus piernas convenían mejor a quebradas, riscos y desfiladeros del pedregal a los que se adecuaban. Cargada de hombros, cintura escasa y cerviz desplazada hacia un lado, ofrecía de espaldas la impronta de una muchacha que cobijaba entre los brazos un recado precioso. El pulover de bremer, la pollera sastre color gris y los mocasines marrones, contrastaban poco con la monocromía agreste del matorral. Era una carrera inútil, sabía, porque de haber sucedido que en efecto, en el tumulto, una vez alguien pudiera ser ella, lo habría mirado rara, con una gelidez tan intensa, como la pasión que antes la había empujado a vivir para siempre junto a el. Y a esa devoción desmesurada e insensata, a ese candor desesperado por el anhelo de fundar la vida, ofrendándole a Gaspar la anhelada región de la progenitura, nadie lo puede desestimar sin ofensa. Gaspar se resignaba entonces a evocarla en los días de sol, tres pasos por detrás, antes de que el brillo de sus ojos se helara. Después de cenar, ella quiso bañarse y Angel, tuvo que acurrucarse en la alcoba bajo el Sol de Noche junto al peregrino, que no llegaba a comprender el apremio que tenían las damas por la ducha ordinaria. Esa era la razón, recordó, de que fuera un varón el primer hombre que pisó la luna; ninguna, por romántica que se presumiera, aceptaría el paseo, se dijo, hasta que no hubiera baño allá arriba; y es deber de buen colono fundar letrina antes de asentar campaña, concluyó. Codo a codo, hartos de divagar en solitario, con la mirada al vacío y de espaldas a la bañista, los desconocidos atinaron al habla. La casa ya no era tapera, coincidieron, desde que se le había agregado el estar. En la pared de la sala, a un metro por arriba del piso estaba la tronera del rescoldo en el que cocieron la cena y contra la que Elisa sacaba ahora el agua, que escanciaba en jarra hacia la palangana de la ablución. De refilón, el peregrino atisbó su silueta tiznada con el ánfora en vilo a contraluz de los leños, y recibió la impronta de una salamandra vibrante enzarzada a las llamas. La noche que se conocieron sucedió otro hecho inesperado; Elisa lo arrancó de un tirón a las cuatro de la madrugada y lo arrastró hasta el centro para enfrentarlo a la vidriera espléndida de "El Osito Azul". La misma era una profusión de fruslerías dispuestas sobre escaparates y también dispersas; cunas, peluches, moisés, cobertores, bañeras, sonajeros, tules, voailes y plástico de mil y una forma, color y disposición , todo destacado en plenitud gracias a la maravilla de la luz eléctrica. Quizá por sentirse extenuado, a Gaspar esto no le pareció entonces lindo ni tampoco feo, apenas si una tolerable estupidez. Después se extraviaron en los mil vericuetos de la madrugada rastreando infructuosos la huella de un "Café" supuesto, cuya existencia llevaba ella metida en algún lugar de su cerebro, ya que el mismo ofrecía al parecer, un marco auspicioso para un romance incipiente entre una joven atolondrada y un cuarentón desencajado por una claridad que lo vencía. Amaneció nublado. El clima trabajaba desfavorable a los compromisos que apremiaban a Ángel cuya desazón ya no tenía disimulo a causa de los miles de ladrillos que además le adeudaban. A peor, debía devolver la mula . Elisa en cambio no cabía en el contento. Caminaba con desasosiego el predio al que evaluaba propio, por delegación de la abuela, con la que se había criado y empujó entonces al peregrino hacia los terrenos lindantes por si se le ofreciera un animal, puesto que para pechar no hacía falta un elefante. El novio recorrió los aledaños y regresó con un matungo esquelético arrendado a jornal, el que fue vendado y enjalmado de inmediato. Ángel pisó el mortero con un entusiasmo inexplicable y de en tanto, despejaba con el antebrazo los lamparones con que el enfardado aparejo y el desparejo jamelgo, en un contrapunto sincopado le embadurnaban el entrecejo. Al final de esa jornada y en vísperas de la partida, Ángel se apresuró a confiar al peregrino algo sobre una cuestión de papeles, para que viera de por sí que poseía el respaldo legal de su querencia. Se encaminaron solos hacia el armario del que extrajo, muy próximo a la pollera colorada, unos pliegos borrosos y manuscritos. En ellos debía constar que las cinco hectáreas eran suyas y que la dehesa de las otra cinco, sembradas con alfa por un intruso, también le pertenecían. Como era de esperar, la proximidad del peregrino lo confirmó en la creencia de la legitimidad de su posesión; y es que un hombre aislado carece de justificación y de fuerza para ostentar cosa alguna y que en cambio dos constituyen familia. Y como cualquiera entiende que ese número progenitor es por lo mismo origen de una razón valedera, a Ángel le brillaron los ojos con su renacida certeza. Señaló entonces los palos ya enhiestos para la extensión del cableado, que llegarían hasta donde la muchacha y el peregrino dispusieran estancia. Además sobraba piedra para levantar casa, colmar la sangría, y si ahondaban la acequia, asegurar la fertilidad de la quinta, la charca de los patos, el corral de las gallinas y toda el agua necesaria para la sed de la vida . Su contento era una borrachera desmoldada que avergonzaba un poco al peregrino; temía por ella, que la ciudad la ofendiera. Cuando estaba feliz era una catástrofe que lo encendía todo con aleluyas, asaltos y zapucayes, mas si por un gesto inopinado o por alguna actitud imprecisa se presentía agraviada, era un animal de impiedad vengativa que arremetía en principio contra espejos, vajillas y terracotas para terminar luego contra todo lo amable. No cabía en medida y sus gritos herían dignidades acervas, de vecindades recíprocas. Su rostro terso y oval se resquebrajaba en maldición y blasfemia; la pequeña boca se desbarataba por sus comisuras hasta transfigurarse en jeta y sus pupilas desaparecían tras los párpados rígidos cual vertientes pétreas, por el que fluían acuíferas, tan hondas y tan copiosas, dos concavidades ciegas. Al fin, se ovillaba con las manos ceñidas a la entrepierna y gemía enarcada en un rincón cualquiera. Durante horas, todo en ella era una ceremonia del dolor. La mañana del día del retorno llovió a cántaros y la charca se transformó en laguna. Había que devolver el caballo y al regresar de la gestión que emprendieron juntos, no hablaron de otra cosa que de colmar la hondonada con unos patos criollos que le lograron comprar, para que Ángel los multiplicara. También fijaron la "costa" con varillas de sauce, para que no faltara sombra en verano; y plantaron ligustros, para que no faltara verde en invierno; y vieron y creyeron y se prometieron hacer del cortadero un vergel de feracidad desbordante. En el origen del tiempo fue el tejido al ganchillo la malla que logró al fin manear su inexplicable y encabritada dolencia. Contaba las vueltas en silencio, para luego desatarlas y comenzar de nuevo. Cualquier red era escasa en relación a la magnitud del propósito que la impulsaba, y con el que presumía llegaría una vez, como todo artífice a sentirse representada por completo. También el peregrino acordeló contra el tañido de una guitarra la desazón y el temor a la ausencia incipiente, con la que ella comenzaba a aislarse. Sendos, cada cual por su arte, tensaban y destramaban desafinados, con las miradas perdidas, el tapiz de una convivencia perecedera. Fue en ese trance que remontaron el tiempo y desandaron el mundo por entre cardales y tunas hasta las fraguas del ángel. Quizá entonces no supo o no alcanzó a comprender que fue su amor el que disipó en él, erróneamente, las habladurías acerca de la sevicia del diablo, y que lo promovió al abrazo y a seguirla y fue feliz hasta la insensatez con aquella mujer resuelta, menuda, de tez morena, cabello largo, amplia cadera, algo chueca que quería un niñito y que mirada de espaldas caminaba como si lo transportara, porque no hay nada que más apetezca el demonio que sembrar diablillos en cuchillas, cañadas y cortaderas, y que por una cuestión de quistes y sabrá el mandinga qué brebajes de peligrosas yerbas, con las que el marido traicionado por la desaprensión del saqueo, junto a la prole enfurecida por la coerción con que se la había desalmado y arrastrado al éxodo, enherbolaron la parición de la muchacha, a todas luces maldita, que nació de milagro, tan estéril como el páramo al que la abuela y Ángel se replegaron un día para cocinar la tierra y fundar, con un entusiasmo inexplicable la barraca, la tapera y si Dios proveyera, una letrina.

martes, 24 de julio de 2012

La gratitud y la vileza

Supeditado al ser que se ama, el amante se dispone a la mudanza. Se deshace de todo cuanto ha sido, y desnudo, se arropa en el abrazo y se mide en la mirada del amado.
Ese capullo redentor del embeleso, nacido del azar y del milagro, es negocio de pactos, de promesas y de halagos; es telar de recelos, de abstinencias y de embargos.
(En cierto modo, se trata de una ausencia)
Porque es la idea de ser, la que está en juego, entre un varón y una mujer, que desprendidos, de todas las cosas que antes fueron, apenas se reorientan con el hilo, de la mutua gratitud de los deseos.
Mas, si a esa enorme fajina del anhelo, la vileza la fisura con un tajo, es inutil preguntarse los motivos, inútil la venganza, la ira, el llanto. Inutil el fastidio y el castigo: el dolor no tiene amparo en el vacío, el dolor no tiene amparo en el desprecio.
2002

martes, 17 de julio de 2012

Indulgencia Plena

In memoriam La mañana que sucedió a la noche del velatorio de mi madre, mis manos amanecieron limpias. Lo observó Evelia, quien me lo hizo notar al regresar de la sepultura, en la hora de la comida Desde que vive aquí, ella me amonesta asidua por el estado maltrecho de los dedos, el borde irregular de las uñas y los oscuros vestigios que traslucen las mismas. Es cierto que muy temprano, esa madrugada primaveral de las exequias, me aboqué con la mayor atención a remover el residuo mediante un pequeño destornillador de relojero, como siempre, aunque sin lograr hasta entonces sostenerlas pulcras más que ese breve tiempo, durante el cual nadie repara en ellas. Al mirar mis manos mi madre se ofuscaba, a lo que yo argüía no haberme percatado y buscaba con el pensamiento aquel instante en el que la suciedad se había inmiscuido subrepticia. La mañana de sus funerales, con un cepillo duro redoblé el acicalamiento, porque era la última vez que íbamos a vernos. Recuerdo que a los trece pasé una siesta en el baño, refregándome en el lavatorio sin poder erradicar la impureza. Deseaba que se vieran claras, para enorgullecerla. Pero mi madre, que era austera, se disgustó por lo mucho que había menguado la pastilla y procuró consolarme, observando que el tono viscoso del drenaje procedía de la propia naturaleza del objeto de aseo, lo que fingí creer, para así descansar de mi obsesión, aunque ambos sabíamos que la materia espumosa era nívea. Durante la tarde del día del entierro permanecí abrumado por la pesadumbre de una falencia inaudita, hundido en la persistencia de un reflejo íntimo, ejercido desde siempre hacia una parte sustancial del mundo que ya no existía En la cena, Evelia volvió a sorprenderme para espejar el estado de mis manos sin tacha. “Es que hoy no he hecho nada” le contesté con cierta lógica al empinar con desgano una cuchara con sopa. Pero yo sabía que no era necesario andar, acariciar o rascarse para percudirlas. Ése era un asunto misterioso entre ellas y el resto de las cosas, aunque esa fecha, se entiende, tenía su peculiaridad. Para que mi madre no me regañara, adopté la costumbre de hurtarlas pero ella, que era muy perspicaz, solía pispear de antemano y acometía con una monserga acerca de lo mal aprendido y el poco cuidado de la persona de aquel que no parecía ser su hijo. En otras ocasiones, debía exponerlas para hojear el diario, tomar agua o cambiar de canal, luego de lo que nos acompañábamos mucho tiempo en la atmósfera tensa de un rencor moroso, sometidos a nuestras respectivas lecturas o enfrentados a la televisión. Han pasado ocho meses desde aquella jornada luctuosa de lágrimas que no cesan. Hoy es día de ramos y los fieles ejercen sacrificios a fin de obtener “indulgencia plenaria” para sus ausentes. Yo apenas imagino sus manos traslúcidas, de alabastro, ceñir las mías que tardas e inexplicables, propenden a la pulcritud. Abril.2009

martes, 8 de mayo de 2012

Ilusión de ti

Miles y miles de años entre miles y millones de cosas...
Monito reidor...
Nunca volveré a tener a alguien así, era una rosa.
Se reía de todo, de todos;
tejía entre las ramas, escondida...
Se reía de todos, en silencio, en la sombra alta de la mora.
A veces bajaba a quitarme barritos: se acostaba conmigo, con mi cuerpo;
me observaba de cerca
y también de muy lejos... ¿Quién era, qué quería?
Una niña perdida, que se reía de mi.
Vivíamos como muchos, superpuestos
entre muchos millares de cosas, a una distancia infinita
........................................................................................
Me construiré una casa en la tierra,
para que nadie sufra
para que nadie me quiera.

¡Qué honesta dignidad de animal solitario!
Sus uñas, su pelamen, su apetito, su amor
y su final, entre luces y sombras.
Salvador Héctor

martes, 1 de mayo de 2012

Cronópolis

Cronópolis
(De amar entre otras cosas)

Durante el día deambulan solitarios, o recluidos esperan. Recién cuando las persianas cancelan las vidrieras y los mercaderes aventan mantas y tiendas, los perros se orientan silenciosos a tomar posesión de las esquinas.

Los Schnauzer gigantes, Mastines de los Pirineos y Americans pit bull terriers, van por la vía de los adoquines al casco antiguo. También, los Gordon Setters y hasta los Akita Inus, patrimonio del Japón, que las familias cultivadoras de la performance nipona introdujeron a Cronópolis en los comienzos del siglo, se posicionan en la encrucijada de las avenidas del Libertador y Veinticinco. Luego, los Alaskan Malamutes y los Dogos argentinos, mixtura ingente para la caza de los jabalíes que prosperan, enfilan junto a los Bouvier bábaros de la ciudad de Rottweilers y a los Boxers, logro estos últimos de la porfiada genética alemana del XIX, obtenidos de cinco especies asesinas: el Bulbeinser, mordedor de toros, el Baerenbeiser, mordedor de osos, el brabanter de Bélgica, el Dazinger de Polonia y el Bulldog inglés, mordedores de bereberes, zambos, boricuas navajos, cholos y cherokees, todos depredadores de fieras, que cubren otro punto crucial: las avenidas del Libertador con la amplia calle del día de la Independencia.

El mejor amigo se mide y organiza, los conciliábulos prosperan. De los distintos grupos uno se aleja, merodea los hatos y en el tránsito, hocica las ancas de otros matreros. Cuando los renegados abundan, prosperan las riñas por el predominio, hasta que se jerarquizan, fundan jauría y colonizan ochavas libres, como las de Colón y España Nueva.

Los desplazamientos suceden en el intervalo, a la hora en que la ciudad colapsa y la despoblación y el silencio la atraviesan. Entonces los acomodadores municipales entran a escena; recolectan la basura, barren y asperjan Cronópolis para adecuarla a las visitas de las diez y media.

A las diez y cuarto un Land Rover inaudible accede a la Avenida por la esquina del predominio de los Rottweilers y zahiere con el reflejo de sus líneas plateadas la noche de pelambre azabache: los animales se excitan.

En la playa de la estación vieja, un mozo de cuerda cepilla los polacos que, uncidos a las berlinas importadas de China, tienen gran solicitud en los sábados, por colonos y amantes, para el traslado hacia los moteles de La Frontera, luego de una corta gira en torno a la fuente de la plaza de la Paz General. El andar acompasado de los percherones y el silencio íntimo del vaivén, precipitan el glamour y los cocheros, en general, retornan de inmediato antes de alcanzar la meta, pero con mayor lentitud, por la extenuación de la bestia, según interpretación de extranjeros opulentos y jineteras expeditas.

Puntual, un Aston and Martin abre la ronda, que hasta las seis de la mañana destellará incesante a lo ancho y largo del luminoso boulevard. Al Walter Owen Bentley continental GT le sucede el Audi R8 de August Horch; a éste la Mini Cooper, despues el carro de la Anonima Lombarda Fábrica de Automovil, de Romeo. Los siguen el de la colina de Aston Clinton y Lionel Martin; de inmediato viene el coche en honor de Sieur de Cadillac, fundador de la ciudad de Detroit, pegado al VX Lightning de Daewoo, gran universo, que se avecina; luego, la última creación de Enzo Ferrari: el California y al final, un Jeep y otros de doble tracción, doble cabina, alta, baja y comandos diferenciales para la micción y para la cópula. Sin embargo, Cronópolis ha relegado los utilitarios y las cuatro por cuatro para la faena rural e invertido en un parque de mejor perfomance para el ajetreo de las horas oscuras.

Acceder al pueblo, al igual que a toda la constelación oriental lechera en trance de reconversión cosmogónica, con carreteras angostas y maltrechas, se dificulta. Pero una vez superado el mar proceloso de la campaña, se abre un mundo del que probablemente nadie querrá ni podrá ya emerger, jamás.
Reinaldo Brinkman fue incubado, amamantado y amaestrado en ése mundo, del que si alguna vez partió , lo ha hecho en avión, desde los aeródromos de los sileros (aerócronos), hacia otras ciudades gemelas, de las que regresó siempre con urgencia.

Esta noche, sin embargo, está ávido; acicateado quizá por la melancolía de una vida prevista, que funciona en su orden, ha soltado los perros y se dispone a ir por alguien (en Cronos, vivir es funcionar). Josefina Mom´s Puppo, su socia patrimonial, está en algún lugar de la vivienda o mejor, en el perímetro de las residencias, porque él, ya no ve el Porsche en las dársenas. Reinaldo enciende el Audi y chequea la oferta en el ordendor de la consola que entre 23 y 37 es vasta: Cronópolis está en su punto, comprueba. Entra entonces a la pista y se posiciona a la saga del Bayerische Motoren Werke, el auto de las fábricas bávaras de motores, atisbado en la programadora. Mediante el sensor del vehículo escanea y accede por la patente a la página del Heartbook: "Iohana Carolina Seebeck, solicitar vínculo", pulsa.

Seebeck parece ser una escandinava cuyo linaje remonta al primer Vikingo, según la heráldica de la red. Tal vez, podría ella ser matrizada en origen, de acuerdo a los trabajos al respecto de Pepinillo Macuur, el transgenetista asociado de Bio-Honda, piensa; pero la especie propende a que el tuneado sea electivo y el rediseño se resuelva de motu propio, recién en el umbral sexuado de la vida adulta. Si hay autoinferencia, es minuciosa, perfecta, concluye.

Los móviles carretean lado a lado por el cronódromo una vuelta completa. El BMW incursiona al fin en el estacionamiento reservado a las berlinas y se despolariza para allanar la mirada: Reinaldo comprueba que está vacío. Sin embargo, la legendaria canción de Joe Coker "there aren´t anyone your dark glasses behind", se hace audible y proviene desde su interior. Brinkman aguarda; ella manipula los controles remotos, seguro que con un I pod: berlina 69, señala. Él estaciona su móvil y se encamina tembloroso bajo las acacias, por el camino del heno. Gira y observa a la distancia la buena pareja que conjugan sendas marcas.

La berlina es en efecto una carroza de cuatro puertas con cristales biselados, visillos de voile y luz tenue, también en los faroles externos, junto al pescante. Desde allí, la silueta del auriga roza apenas la visera con el índice, por toda zalema y lo invita a que ascienda. En el interior tapizado con cuero, pana y brocado antiguo, vuelve a oir esa música: "No hay nadie detrás de tus anteojos negros", en contrapunto con el redoble sincopado de los cascos ya en marcha.

Reinaldo no ve con claridad el plan del itinerario, aunque lo sospecha y se abandona a la suerte señalada por quien lo llama y él anhela. Pasan la zona de los Bancos, los grandes almacenes, el magnífico hotel vidriado en donde las almas de Cronópolis se tientan con albricias y trasmutan, y también, los negocios típicos de la Red Megatone, Galmarino, Grido, Tarjeta Naranja, Wollmart, Mc Donald, Universidad Siglo XXI y Carrefour, entre el reverbero de los carteles propios y las farolas públicas, hasta ensombrecerse bajo la rambla del Shopping, que desciende hacia las playas del estacionamiento, para emerger luego de través, sobre el boulevard de los liquidambos. Es probable, que en el repechaje del ascenso, cuando los trancos del bayo se vuelven lerdos y por un instante se desvanece la luz íntima, Iohana se escabullera dentro de la berlina, porque en el momento en que el coche se nivela con la criba estrellada, ella ya mira por los cristales, apoyada contra el respaldo de la butaca enfrentada a la de Reinaldo, cómo la ciudadela se empequeñece, el monumento a "El buen amante", en su retorno solitario, roza el paso del carro y el tránsito, se prefigura más ralo, más silencioso, más manso. Se alejan del centro y en las últimas cuadras, los perros acechan, pero el cochero los mantiene a raya con las centellas del látigo.

Reinaldo concibe a la mujer toda mediante la impronta del olfato, pero comienza la lectura por el extremo desde el que se ejecuta el habla: de arriba hacia abajo. La cabellera caoba apaña una boca carnosa de color rosado; las pupilas inciertas, que de sesgo no parecen oscuras, no lo buscan. Tiene los hombros descubiertos y un enterizo largo de bengalina matizado con tonos del color del té, que se bifurca, fluye y expone entre el palio de sus rodillas desnudas, en la coyuntura axial de la comisura, la raja gruesa de una concha colorada; eso viene a confirmar, nada menos, que ella es redondamente una dama. Esta acreditación, que es benéfica, tranquiliza y consolida a Reinaldo en su propósito que, aunque con un gesto menos ostentoso, el que de todos modos se reprochará de inmediato, sólo porque el mismo no reporta al clima, constata la irrigación vertiginosa entre sus muslos y se afirma en la plétora, con una inspiración lenta, alargada y profunda.

Está dispuesto a aguardar , a ejercitar templanza hasta el arribo. Pero el anhelo es ubicuo; una tenue, una apenas perceptible aducción de las piernas de la mujer, lo llama y arrodillan. Ella adelanta la cadera, la aproxima a él, que la atrae aún más y que aprehende del culo con las manos, para enaltecerla y abrevar luego del cáliz por sus labios (por los labios del Cáliz). Carolina traba entonces los pies contra la espalda de Reinaldo, la ciñe y desciende a horcajadas por el tronco hasta ensartársele. Ambos, caen horizontales y prietos a ras del borde tachonado del banco, mientras el auriga, animoso, flagela las bestias, que a todo lo menea y arrastra.

La trayectoria fue ese abrazo, esa es la fábula, y la berlina emprende entonces el regreso. En Cronópolis, mientras tanto, las horas pasean en alas del reloj del monumento al kiosquero, cuyo grupo alegórico esta formado por niños y adquirentes escrupulosos, que ostentan chicles, caramelos y monedas de cincuenta y veinticinco centavos entre los dedos. Carolina enjuga a Reinaldo, lo limpia. Retira incluso el preservativo y ofrenda la boca en la ablución de lo terso, lo blanco, lo blando, lo espeso. Cuando las luces azules de los primeros autos reverberan contra sus rostros, ya los acusan discretos. Se suceden el auto sueco Saab Aero X, el Rolls Royce de los ingleses Carlos y Federico, el Ferdinando Porsche procedente de Stuttgart, el Opel, el Nissan, el Mitsubishi, el Mecedes Benz, el Lancia Delta, el Lobo de Cheoslovaquia, el Boyero de Berna, el Ferruccio Lamborghini, el Bullmastiff, el Dogo de Burdeos, luego la esquina de los Doberman, y la de los Pastores de los Pirineos hasta que se avecina la figura del espectro de la escultura en homenaje al buen amante, que regresa y que regresa. Al pasar junto al pedestal de gran porte, Reinaldo ve las palabras acuñadas en el mismo: "homo moluscular". El auriga da un giro brusco, la berlina se hunde en la rampa, bajo las recovas del Shopping y Carolina se evanesce tras la avenida de los liquidambos. Ya en la playa de la vieja estación, antes de subir al Audi, Reinaldo mira por última vez la articulación inquebrantable de la silueta del auriga, quien le hace una mueca con el índice contra la visera, en señal de adiós. Brinkman remonta hasta los ojos sus lentes negros; enciende, y enfila hacia el Cronódromo, reparando a cada cuadra en las jaurías, que en todas las encrucijadas, destripan a los peatones y a los ciclistas.

lunes, 9 de abril de 2012

Cronópolis, comentario

Auria Plaza
Amigo Salvador o Héctor, o prefieres que te diga Salvador Héctor o como yo suelo llamarte Tortosa: Me encantó tu cuento, es delirante. Esa retahíla de perros y carros lo encuentro muy masculino. La ciudad loca y despersonalizada describe muy bien la metrópolis. Inventaste un montón de palabras que me sacaron del tedio de esta semana pero que no me sacaron del relato. El juego erótico de la berlina me desconcertó un poco porque le faltó sensualidad (empezando por la tela del vestido de la dama, muy rústica para una “jinetera”) yo diría: muy perruno.
Definitivamente un relato diferente como sólo tú lo sabes hacer, inclusive cuando comentas lo escrito por otros. Te devuelvo el texto con algunos globitos, nada importante, solo un ejercicio que hice después de leerlo para ver lo “literario”, aprender y enriquecerme, lo ortográfico ya lo van a hacer otros y seguramente muy bien.
Saludos,
Auria

Auria, tu comentario me conmovió. Resulta que no pude abrir el archivo y entonces, aplacé la réplica. Es verdad que no es esa la tela, cuyo nombre, pregunté muchas veces a la dama que la vestía y al fin, he logrado olvidarla. Es una palabra fluida como agua, que me parece, lleva una ere y una ge. Es cierto además, la nula sensualidad de la relación, si se la ve aislada. A ello apunta la idea, sospecho: todo habla de vínculos, menos los que se aman.

Gracias por tu lectura y por poner miente en el aprovechamiento de la misma. Vislumbro la ilación argumental como un comienzo, porque tu comentario y el de Donald, Lourdes y Frosa, varían y amplifican la percepción que lo concibe.

Cronópolis, comentario

Amigo Salvador o Héctor, o prefieres que te diga Salvador Héctor o como yo suelo llamarte Tortosa: Me encantó tu cuento, es delirante. Esa retahíla de perros y carros lo encuentro muy masculino. La ciudad loca y despersonalizada describe muy bien la metrópolis. Inventaste un montón de palabras que me sacaron del tedio de esta semana pero que no me sacaron del relato. El juego erótico de la berlina me desconcertó un poco porque le faltó sensualidad (empezando por la tela del vestido de la dama, muy rústica para una “jinetera”) yo diría: muy perruno.
Definitivamente un relato diferente como sólo tú lo sabes hacer, inclusive cuando comentas lo escrito por otros. Te devuelvo el texto con algunos globitos, nada importante, solo un ejercicio que hice después de leerlo para ver lo “literario”, aprender y enriquecerme, lo ortográfico ya lo van a hacer otros y seguramente muy bien.
Saludos,
Auria

Cronópolis, comentarios

Hola apreciado Donald. Muchas, pero muchísimas gracias por atreverse a la lectura de esto; no calibra lo valioso de su consideración temprana. Esto que he hecho, y que ha costado algún esfuerzo, al menos un cierto tiempo, es el intento de revelar una percepción que se resiste y para la cual, aún no afino en comunicar. Espero vivir hasta poder hacerlo. No aspiro a halagos engañosos, aunque tampoco apuesto en un lugar, en el que predominan las jactancias. Cariño sincero. Salvador.

P.S.: esto no es literatura. Tal vez haya leido a Cashirer, el atropólogo. Los humanos, no teneos el menor rasgo distintivo respecto de las bestias. Nos sentimos incluso tan inferiores a ellas, que blasonamos sus potencialidades en nuestros estandartes, desde siempre, desde el comienzo. Ahí va Castagneda, la marca de los autos, la performance canina, el diseño estético de las minas. Es posible, que la clave de articulación del cuento, esté en esas dos palabritas: homo moluscular. La idea, es que quien no alcanza el símbolo, el código, no entra en la consideración de nadie. Doy por caso: usted se comería a su mascota, intervendría quirurgicamente a un familiar, haría una gran obra sin pensar en alguien que la merezca?
Si vale algo el cuento, recorrerá su camino; pero acelero en la dirección de una exégesis: "no hay nadie detrás de tus lentes oscuros", el título de una canción que no existe y que se repite tres veces, dice que a condición de que él no está, todo funcionará normalmente. Por ello de las dos ciudades, que en mi pueblo, son tres, una de ellas Frontera, lugar de perros, putas, telos y pobres, una nace como Afrodita, del polvo exedente del linaje de Cronos....
Pero deberé hacer mejor literatura. En el foro, hay otros como usted, de los que aprendo mucho. Gracias.

Cronópolis, comentarios

Ya ves, Salvador, cuán apreciado sos. Tanto Auria como María de Lourdes te han escuchado desde los ovarios y yo desde la cabeza. Tenés razón cuando decís que 'quien no alcanza el símbolo no entra en consideración de nadie' aunque entiendo que siempre desde lo simbólico y su mundo. Cuando era joven (muuuy joven) me perdía en la poesía simbolista, Mi favorito era Dylan Thomas a quien no entendía (los símbolos otra vez) pero la música de su idioma llenaba todos los espacios y con él descubrí que lo fascinante del simbolismo no es lo simbólico - para mí por supuesto - sino el valor estético de la música que genera. En este punto tu cuento es más que rescatable. Los autos y los perros cantan. Sucede que yo buscaba en otro lado: el lado de los significados. En parte por una deformación profesional - el símbolo en psicoterapia es muchísimo pero si no se lo traduce queda atascado - y en parte mi propia necesidad de vérmelas con mis propios fantasmas y exigirles que me dijeran en buen criollo que carajo estaban haciendo con mi vida. A medida que iba entendiendo iba allanando mi camino y el significado reemplazó el símbolo y puedo entender mejor a la loquita Renée cuando en su Diario, y en momentos de lucidez se encuentra con la realidad, 'la bella realidad' como dijo. Y así dejé de lado el hermetismo simbólico para contar cuentos que divierten como le gusta a Jorge Frossa.

Disiento contigo cuando decís que 'esto no es literatura'. Creo que sí lo es como instrumento en tu 'intento de revelar una percepción que se resiste'. Espero que la revelación sea pronta y que te llene la vida. Mientras tanto no estoy tan seguro que 'no hay nadie detrás de los lentes oscuros'. Hay alguien que lucha.

Un gran abrazo, Salvador,
Donald

Malvina

Si es verdad que existe una nación, y que la integridad y soberanía de la misma depende de la inclusión de dos islas de mierda, se las pueden perder bien en el culo, porque no me entra en la cabeza, que la casa común que es un país, dependa de la bandera de los borrachos del tablón, de una medalla olímpica, del portazo espectacular hacia otra nación extranjera, del reconocimiento internacional barato y no de una administración correcta, del funcionamiento de los caminos, y de los servicios públicos, del resguardo de las fronteras, del adiestramiento y la fabrilidad de un pueblo y del cariño solidario entre sus habitantes. No es ni humano ni razonable, que la fraternidad tan soñada y apetecida, tenga lugar, se conciba, sólo con la invención de un enemigo, en la gestación de un conflicto, como una maravilla de la camaradería de trincheras. Supuesto el caso, de que las Malvinas fueran en efecto ya, entermamente argentinas, seríamos entrenados desde chiquitos, en el rencor de otra carencia, tal como la falta de un cacho más de Antartida, la navegailidad del bermejo, una fracción fronteriza disputada, la extensión de la superficie submarina o la puta de Helena de Esparta, que se la robó uno de Ilios. Toda nación, todo grupo, se constituye en el entendimiento e intercambio realista, recíproco y trasparente de las necesidades y capacidades de sus componentes, en el curso del tiempo, en forma imperceptible, casi desapercibida.
Estamos trabajando con prejuicios erróneos. Toda organización viva, toda persona, agrupación o estado, se constituye en el arte de combinar la relación con el aislamiento. Nada que carezca de consistencia orgánica interna, imperio sobre sí, puede imperar ni ejercer comercio, ni dominio hacia lo externo. Si se presta atención, desde Babilonia y más atrás, la capacidad de expansión, procede luego de la conformación de una "lengua", es decir, cuando primero, una cierta cantidad de personas, logran comunicarse y organizar sus rutinas de supervivencia, entre ellos. No al revés. Que se padezca el infortunio de ser humillado, no se repara con el sacrificio de ser un muerto heroico.

Cronópolis

Cronópolis
(De amar entre otras cosas)

Durante el día deambulan solitarios, o recluidos esperan. Recién cuando las persianas cancelan las vidrieras y los mercaderes aventan mantas y tiendas, los perros se orientan silenciosos a tomar posesión de las esquinas.

Los Schnauzer gigantes, Mastines de los Pirineos y Americans pit bull terriers, van por la vía de los adoquines al casco antiguo. También, los Gordon Setters y hasta los Akita Inus, patrimonio del Japón, que las familias cultivadoras de la performance nipona introdujeron a Cronópolis en los comienzos del siglo, se posicionan en la encrucijada de las avenidas del Libertador y Veinticinco. Luego, los Alaskan Malamutes y los Dogos argentinos, mixtura ingente para la caza de los jabalíes que prosperan, enfilan junto a los Bouvier bábaros de la ciudad de Rottweilers y a los Boxers, logro estos últimos de la porfiada genética alemana del XIX, obtenidos de cinco especies asesinas: el Bulbeinser, mordedor de toros, el Baerenbeiser, mordedor de osos, el brabanter de Bélgica, el Dazinger de Polonia y el Bulldog inglés, mordedores de bereberes, zambos, boricuas navajos, cholos y cherokees, todos depredadores de fieras, que cubren otro punto crucial: las avenidas del Libertador con la amplia calle del día de la Independencia.

El mejor amigo se mide y organiza, los conciliábulos prosperan. De los distintos grupos uno se aleja, merodea los hatos y en el tránsito, hocica las ancas de otros matreros. Cuando los renegados abundan, prosperan las riñas por el predominio, hasta que se jerarquizan, fundan jauría y colonizan ochavas libres, como las de Colón y España Nueva.

Los desplazamientos suceden en el intervalo, a la hora en que la ciudad colapsa y la despoblación y el silencio la atraviesan. Entonces los acomodadores municipales entran a escena; recolectan la basura, barren y asperjan Cronópolis para adecuarla a las visitas de las diez y media.

A las diez y cuarto un Land Rover inaudible accede a la Avenida por la esquina del predominio de los Rottweilers y zahiere con el reflejo de sus líneas plateadas la noche de pelambre azabache: los animales se excitan.

En la playa de la estación vieja, un mozo de cuerda cepilla los polacos que, uncidos a las berlinas importadas de China, tienen gran solicitud en los sábados, por colonos y amantes, para el traslado hacia los moteles de La Frontera, luego de una corta gira en torno a la fuente de la plaza de la Paz General. El andar acompasado de los percherones y el silencio íntimo del vaivén, precipitan el glamour y los cocheros, en general, retornan de inmediato antes de alcanzar la meta, pero con mayor lentitud, por la extenuación de la bestia, según interpretación de extranjeros opulentos y jineteras expeditas.

Puntual, un Aston and Martin abre la ronda, que hasta las seis de la mañana destellará incesante a lo ancho y largo del luminoso boulevard. Al Walter Owen Bentley continental GT le sucede el Audi R8 de August Horch; a éste la Mini Cooper, despues el carro de la Anonima Lombarda Fábrica de Automovil, de Romeo. Los siguen el de la colina de Aston Clinton y Lionel Martin; de inmediato viene el coche en honor de Sieur de Cadillac, fundador de la ciudad de Detroit, pegado al VX Lightning de Daewoo, gran universo, que se avecina; luego, la última creación de Enzo Ferrari: el California y al final, un Jeep y otros de doble tracción, doble cabina, alta, baja y comandos diferenciales para la micción y para la cópula. Sin embargo, Cronópolis ha relegado los utilitarios y las cuatro por cuatro para la faena rural e invertido en un parque de mejor perfomance para el ajetreo de las horas oscuras.

Acceder al pueblo, al igual que a toda la constelación oriental lechera en trance de reconversión cosmogónica, con carreteras angostas y maltrechas, se dificulta. Pero una vez superado el mar proceloso de la campaña, se abre un mundo del que probablemente nadie querrá ni podrá ya emerger, jamás.
Reinaldo Brinkman fue incubado, amamantado y amaestrado en ése mundo, del que si alguna vez partió , lo ha hecho en avión, desde los aeródromos de los sileros (aerócronos), hacia otras ciudades gemelas, de las que regresó siempre con urgencia.

Esta noche, sin embargo, está ávido; acicateado quizá por la melancolía de una vida prevista, que funciona en su orden, ha soltado los perros y se dispone a ir por alguien (en Cronos, vivir es funcionar). Josefina Mom´s Puppo, su socia patrimonial, está en algún lugar de la vivienda o mejor, en el perímetro de las residencias, porque él, ya no ve el Porsche en las dársenas. Reinaldo enciende el Audi y chequea la oferta en el ordendor de la consola que entre 23 y 37 es vasta: Cronópolis está en su punto, comprueba. Entra entonces a la pista y se posiciona a la saga del Bayerische Motoren Werke, el auto de las fábricas bávaras de motores, atisbado en la programadora. Mediante el sensor del vehículo escanea y accede por la patente a la página del Heartbook: "Iohana Carolina Seebeck, solicitar vínculo", pulsa.

Seebeck parece ser una escandinava cuyo linaje remonta al primer Vikingo, según la heráldica de la red. Tal vez, podría ella ser matrizada en origen, de acuerdo a los trabajos al respecto de Pepinillo Macuur, el transgenetista asociado de Bio-Honda, piensa; pero la especie propende a que el tuneado sea electivo y el rediseño se resuelva de motu propio, recién en el umbral sexuado de la vida adulta. Si hay autoinferencia, es minuciosa, perfecta, concluye.

Los móviles carretean lado a lado por el cronódromo una vuelta completa. El BMW incursiona al fin en el estacionamiento reservado a las berlinas y se despolariza para allanar la mirada: Reinaldo comprueba que está vacío. Sin embargo, la legendaria canción de Joe Coker "there aren´t anyone your dark glasses behind", se hace audible y proviene desde su interior. Brinkman aguarda; ella manipula los controles remotos, seguro que con un I pod: berlina 69, señala. Él estaciona su móvil y se encamina tembloroso bajo las acacias, por el camino del heno. Gira y observa a la distancia la buena pareja que conjugan sendas marcas.

La berlina es en efecto una carroza de cuatro puertas con cristales biselados, visillos de voile y luz tenue, también en los faroles externos, junto al pescante. Desde allí, la silueta del auriga roza apenas la visera con el índice, por toda zalema y lo invita a que ascienda. En el interior tapizado con cuero, pana y brocado antiguo, vuelve a oir esa música: "No hay nadie detrás de tus anteojos negros", en contrapunto con el redoble sincopado de los cascos ya en marcha.

Reinaldo no ve con claridad el plan del itinerario, aunque lo sospecha y se abandona a la suerte señalada por quien lo llama y él anhela. Pasan la zona de los Bancos, los grandes almacenes, el magnífico hotel vidriado en donde las almas de Cronópolis se tientan con albricias y trasmutan, y también, los negocios típicos de la Red Megatone, Galmarino, Grido, Tarjeta Naranja, Wollmart, Mc Donald, Universidad Siglo XXI y Carrefour, entre el reverbero de los carteles propios y las farolas públicas, hasta ensombrecerse bajo la rambla del Shopping, que desciende hacia las playas del estacionamiento, para emerger luego de través, sobre el boulevard de los liquidambos. Es probable, que en el repechaje del ascenso, cuando los trancos del bayo se vuelven lerdos y por un instante se desvanece la luz íntima, Iohana se escabullera dentro de la berlina, porque en el momento en que el coche se nivela con la criba estrellada, ella ya mira por los cristales, apoyada contra el respaldo de la butaca enfrentada a la de Reinaldo, cómo la ciudadela se empequeñece, el monumento a "El buen amante", en su retorno solitario, roza el paso del carro y el tránsito, se prefigura más ralo, más silencioso, más manso. Se alejan del centro y en las últimas cuadras, los perros acechan, pero el cochero los mantiene a raya con las centellas del látigo.

Reinaldo concibe a la mujer toda mediante la impronta del olfato, pero comienza la lectura por el extremo desde el que se ejecuta el habla: de arriba hacia abajo. La cabellera caoba apaña una boca carnosa de color rosado; las pupilas inciertas, que de sesgo no parecen oscuras, no lo buscan. Tiene los hombros descubiertos y un enterizo largo de bengalina matizado con tonos del color del té, que se bifurca, fluye y expone entre el palio de sus rodillas desnudas, en la coyuntura axial de la comisura, la raja gruesa de una concha colorada; eso viene a confirmar, nada menos, que ella es redondamente una dama. Esta acreditación, que es benéfica, tranquiliza y consolida a Reinaldo en su propósito que, aunque con un gesto menos ostentoso, el que de todos modos se reprochará de inmediato, sólo porque el mismo no reporta al clima, constata la irrigación vertiginosa entre sus muslos y se afirma en la plétora, con una inspiración lenta, alargada y profunda.

Está dispuesto a aguardar , a ejercitar templanza hasta el arribo. Pero el anhelo es ubicuo; una tenue, una apenas perceptible aducción de las piernas de la mujer, lo llama y arrodillan. Ella adelanta la cadera, la aproxima a él, que la atrae aún más y que aprehende del culo con las manos, para enaltecerla y abrevar luego del cáliz por sus labios (por los labios del Cáliz). Carolina traba entonces los pies contra la espalda de Reinaldo, la ciñe y desciende a horcajadas por el tronco hasta ensartársele. Ambos, caen horizontales y prietos a ras del borde tachonado del banco, mientras el auriga, animoso, flagela las bestias, que a todo lo menea y arrastra.

La trayectoria fue ese abrazo, esa es la fábula, y la berlina emprende entonces el regreso. En Cronópolis, mientras tanto, las horas pasean en alas del reloj del monumento al kiosquero, cuyo grupo alegórico esta formado por niños y adquirentes escrupulosos, que ostentan chicles, caramelos y monedas de cincuenta y veinticinco centavos entre los dedos. Carolina enjuga a Reinaldo, lo limpia. Retira incluso el preservativo y ofrenda la boca en la ablución de lo terso, lo blanco, lo blando, lo espeso. Cuando las luces azules de los primeros autos reverberan contra sus rostros, ya los acusan discretos. Se suceden el auto sueco Saab Aero X, el Rolls Royce de los ingleses Carlos y Federico, el Ferdinando Porsche procedente de Stuttgart, el Opel, el Nissan, el Mitsubishi, el Mecedes Benz, el Lancia Delta, el Lobo de Cheoslovaquia, el Boyero de Berna, el Ferruccio Lamborghini, el Bullmastiff, el Dogo de Burdeos, luego la esquina de los Doberman, y la de los Pastores de los Pirineos hasta que se avecina la figura del espectro de la escultura en homenaje al buen amante, que regresa y que regresa. Al pasar junto al pedestal de gran porte, Reinaldo ve las palabras acuñadas en el mismo: "homo moluscular". El auriga da un giro brusco, la berlina se hunde en la rampa, bajo las recovas del Shopping y Carolina se evanesce tras la avenida de los liquidambos. Ya en la playa de la vieja estación, antes de subir al Audi, Reinaldo mira por última vez la articulación inquebrantable de la silueta del auriga, quien le hace una mueca con el índice contra la visera, en señal de adiós. Brinkman remonta hasta los ojos sus lentes negros; enciende, y enfila hacia el Cronódromo, reparando a cada cuadra en las jaurías, que en todas las encrucijadas, destripan a los peatones y a los ciclistas.

martes, 20 de septiembre de 2011

Victor Manuel Azcárraga Fuentes, gracias.

Primero, una disculpa por hablar por usted. Sin embargo, mi comentario se apoya en su estilo. Me refiero a adjetivación en términos de gramática estructural. El adjetivo y el adverbio como modificadores. Y usted usa los modificadores exactos como una posibilidad de invención; esto es, el de crear nuevas realidades. Comenzaba usted, por ejemplo, “Ellas” de esta manera:
Blandía su dolor como una cucarda púrpura.
Y después, en un atrevimiento formal, se daba el lujo de explicar su adjetivación o, en este caso, su adverbiación
(Detenerse a comprender esta expresión, que tiene un sentido estricto. Acudo: su dolor era un estandarte, una bandera, que la galardonaba y la distinguía, como la cabeza de venado en la panoplia del living. La cucarda es una escarapela distintiva, un premio)


Ese es su estilo, más que narrativo, descriptivo. En su otro cuento “Ella”, viaja por toda la evolución tecnológica por medio de descripciones que, si bien son acciones, pueden catalogarse como oraciones adjetivas o adverbiales:
Era lindo; bailábamos, oíamos música y hasta nos enteramos de aquel día en que los marcianos invadieron la tierra.
En ese tenor está escrito también Profetas, al describir adjetiva
Si esa puerta abre a otra puerta, tras la cual hay otra puerta de inmediato y así, cuál es entonces tu materia.
Entonces el amor es una puerta. Pero no se trata de la puerta como objeto, sino como concepto, de tal manera que de las comparaciones nace una nueva realidad, y el adjetivo se vuelve sustantivo.
En su estilo no solamente toma de Huidobro la máxima: “El adjetivo cuando no da vida, mata” sino también el encanto por la creación de neologismos para exprimir las posibilidades del lenguaje por medio de la unión de palabras: cfr. Pubislandia o su descripción de El beso: …el besoyavuelvo o besovuelo; el besohastasiemprejamás.
Saludos
Víctor

domingo, 4 de septiembre de 2011

Ella II


La amaba y la cuidaba como un jardinero a su rosa. Por eso me asombro aquella mañana con la pregunta:
-¿ Cómo es el mundo, mi Rey?
Lo pensé largo, y aunque hubiera preferido mantenerla apartada del tráfago horrendo que es salir a ganar el pan, le regalé una suscripción del periódico.
Me pareció entretenida y en sosiego durante buen tiempo en la lectura y relectura de aquella selección de sucesos, que al igual que un mapa, vendría a ser un matutino: algo así como la representación del mundo, de una cierta idea del "mundo". Hasta que quiso la fortuna que para mi desdicha, se le despejara el cerebro y descubriera el engaño. Conque otra mañana, volvió a preguntarme:"-¿Como es el mundo mi señor?-"
Fue justo en 1956, con la expansión de la radio y entonces, llevé a casa el mágico aparato. Era lindo; bailábamos, oíamos música y hasta nos enteramos de aquel día en que los marcianos invadieron la tierra. Luego, cuando salía para el trabajo, ella escuchaba noticieros, reportajes, pero sobre todo, radioteatro, mucho radioteatro.
Por desgracia, todo llega a su develamiento y con el conmovedor recurso de la misma pregunta, "la esclava" obtuvo televisor, celular, internet y cuanto a la tecnología se le ocurriera brindarnos acerca de una representación ficcionada, lo más exacta posible, de "lo que es el mundo", para entretenernos. Fue así que ante la imposibilidad de proveerla de una respuesta cierta, opté por quedarme en el solaz de la casa a cuidar los niños, sacar brillo a las ollas, desmalezar el jardín, preparar la comida y mimarla, porque ella es mi reina y yo su jardinero y espero, que traiga la suficiente cantidad de dinero y tenga el seguro de vida a la fecha; no quiero pensar qué será de nosotros si se infarta y nos deja a merced del mundo, de éste mundo, que ella ahora conoce y ya sabe que es horrendo

viernes, 12 de agosto de 2011

A mí

Miércoles 10 de Agosto de 2011


Presente continuo.
Que la muerte te acierte vertebrado, en el hilván de un solo día largo. Que lo puedas ver todo, en equilibrio. Mitigado el error, el error de haber amado y haber sido tantos cuerpos, el error de no haberte sostenido persistente, el error de la inocencia y la derrota de no asirte. Ásete que la hora ya es prevista. Ásete, que morir le ocurre a todo. Asete desde el méñique y el empeine hasta el techo de la bóveda encriptada o la horma del sombrero. Sé uno, sin capricho, nada más que porque lo eres y porque antes lo fuiste.
Ten presente que el "antes" existe "ahora". Que es el presente tu madre y la maestra del jardín. Tu padre está contigo. Y está Depego, el vecino pianista: él es ahora, en éste día: siempre ha sido. Oye las notas, los arpegios contra la pared del nido en que has dormido, en el que duermes todavía. Tienes muchos barrios sucesivos, pero es una la calle de tu único camino. Y no es una y distinta, porque tú eres el mismo. Una misma calle que incrementa: se ensancha, alarga, se matiza. Nada es distinto, porque tú eres el mismo. Un solo ser, continuo, será el muerto. Entonces sí, entonces has sucedido. El diablo, ese extranjero, inoculó los tiempos en el léxico, cual si fuéramos remotos responsables del destino, del destino de todo. Eso no es cierto. Renuncia al arquitecto, el habla de cosas, tu eres vivo, un solo vivo efímero, entre objetos sentidos.

jueves, 28 de abril de 2011

El aviario

Resulta que por fin y durante unos cuantos meses el año anterior pude obtener de las gallinas una moderada cantidad de huevos los que rompí y afecté en modo directo nada más que para mi sustento. Por unos pocos granos de avena, maíz y mezcla las aves prorrogaban sus vidas y me daban a cambio algo de vitaminas y proteinas en unos envases oblongos y calcáreos que contenían un mucílago viscoso y unas pelotitas del color del oro con el tamaño del sol en el centro. Un negocio redondo sospecho en el que nos indultábamos y asistíamos a la mutual de la supervivencia sin ultimarnos. Algo personal entre bípedos a donde la humanidad poco tenía que hacer y aunque estimo en mucho a mi género con el correr del tiempo voy despojándome de todos los términos de intercambio a excepción de la escritura y el correo. La mía es una especie muy interesante cuyo acontecer merece de la mayor atención y respeto y no niego que en la feria y al menudeo es la única legión del bestiario que también suministra buen sexo pero me alejo y tengo motivos
Fue a partir de febrero que comenzó una escasez en el aviario y la causa era que las ponedoras mudaron los hábitos y se aplicaron a esconder. Husmee y tropecé con varios racimos dispersos amparados por la zarzaespina, los recogí y los comí a todos y luego no hubo más. Pero como permanezco mucho en el gallinero haciendo nada descubrí la razón: las ponedoras estaban cluecas y los cobijaban lo que es extraño por tratarse de una genética manipulada para dar y no para procrear ni aposentarse a holgazanear durante treinta días distraídas de los términos convenidos en las condiciones del intercambio. Resignado me consolé en la bonanza de una dieta de verdura, legumbre y leche que carecía de los perjuicios del colesterol. Así es la nave de los huesos si el viento sopla da bueno y si no sopla da mejor lo importante es no hundirse y estar atento a la destemplanza en mar abierto. Pero el alimento era insuficiente porque Dios es más apto y atento con el que dispone de traslación en tanto que a los vegetales hay que velarlos y están a merced de la cizaña, el clima y la química monumental de mi vacancia ya que ellos en sí son tan quietos en lo que a propósitos respecta como yo mismo lo soy.
Pasaron muchos días y demandé información en cautiverios. Reforcé el forraje, trasladé establos, construí perchas pero a quien le preguntaba ansioso, me apaciguaba canchero que era época de recambio y cualquier avisado entiende que un desplumado al final de la estación mengua la puesta. Menguaba, es cierto pero en el predio era desolación la carencia. Tras vigilancia activa desestimé gatos zorros perros culebras y también aparté del hato a los pollos ovicidas con la treta de esparcir óvulos adquiridos y observar cuáles a picotazos atinaban a zaherir la siembra. Nada. Hasta que una siesta en la que alentaba el despegue del seto con plegarias secretas oí que a mis espalda sacudían una bolsa con mucha fuerza. Al girar no distinguí enseguida porque no buscaba algo preciso ni me presumía poseedor de bien tan legendario orientado a ser extinto. El saurio era espeso, de unos ochenta y cinco centímetros con lunitas blancas sobre uniforme oliva. Su cola dejó de latiguear la tierra me miró oblicuo alerta y quieto desde muy abajo con el parpado entreabierto , completó la media vuelta y se escabulló en la zarza el subrepticio. De inmediato reuní las ponedoras, recogí los óvulos fecundos y trasladé el conjunto hasta una altura inalcanzable. No lo comenté porque temí que en la noche el vecindario con hachas y palos se viniera descontento igual que en aquel mentado caso del entrecosido transilvano concebido y muerto en la noche por obra y capricho del fuego poderoso eterno.
El problema era serio; desconocía un modo de parlamentar con comedor tan dispuesto tan resuelto tan esquivo tan hambriento como el lagarto overo. De inmediato recurrí a Olmedo puntero defensor del medio, forrajero y huevero antiguo que por cuestiones sociales almuerza cabrito adobado pero sin contrariedad ni remordimiento porque delega la criminalidad en el matarife que es un insensible desgraciado enfermo el furtivo. A mi desconsuelo ignaro elevó su índice de prevaricador ateo y en condena a mi avidez ovípara enarcó sus cejas y enalteció la virtud de la poiquilotermia que aplaza el metabolismo para los días tibios de modo que habemus ovo este inminente invierno pontificó el mamifero vegetariano deshonesto que alterna principios inquebrantables con abundante licencia de feriados omnívoros.
La desesperación siempre me había llevado a colisionar con asesores extraviados que venían a desesperación de contramano y a los que al fin de cuenta socorrí mucho sin obtener nada a cambio y más aún todo lo contrario. Nada podría aprender que no proviniese de mi propio culto concluí afligido y retorné por la solución del asunto al sagrado establo de mi desdichado santuario.
Con las perillas de sus doseles nictitantes el overo atenuó la luz de mayo y se sumergió en el mantillo a donde no hay conciencia ni apetencia ni remordimiento y fue entonces que otra vez emergió el huevo. Mientras y para conservarme a floté medré con una ingesta similar a la de patos, gallinas y gansos que es como decir incas, europeos y chinos: maíz, arroz íntegro, avena, alfalfa y trigo .
Todo propendía a andar bien, el lagarto dormía las ponedoras ponían y la inversión comenzaba a rentabilizar en alimento, pero a contraluz del ánimo el desánimo es el pábulo ordinario a campo abierto porque descubrí que el gallo cebado sisaba en el rinde. Era el desafiante un engendro de las factorías un híbrido ya viejo diseñado para el sacrificio de la jornada cuarenta al que le rehuían las gallinas por el exceso del peso y al que le fui aplazando los términos por la razones del canto y la inercia del acostumbramiento. Era el arrogante la encarnación del entusiasmo y de un contento que lo duplicaba en volumen y lo normalizaba luego nada más que para la estridencia de un grito que encendía la galaxia y lo ponía todo a funcionar. ¿A dónde arraigaba, cuál era el ancla de la voluntad de alegría de este condenado prisionero invento de la cacerola, el horno, y la parrillada argentina? Más grande, más confiado, más valioso y más afín a su género que yo al mío sólo lograba equilibrarme con él en la determinación de su hábitat y en la dosificación de la ingesta. Pero ahora, se estaba comiendo los huevos. Me di cuenta porque el veterano escolta de los angurrientos venía cansino, con desgano, si es que lo hacía, al turno de la ración
No abrigué esperanza de que el artífice del tiempo regurgitara las crías ni repusiera los días de vigilia que me había hecho perder y lo exilié. Librado del asilo el filicida se aficionó al regreso. Con el espolón me sajó el flanco aleteo hacia el serrallo fui tras él le acerté un machetazo en el gaznate y tres segundos después comenzó a arder.
A tres segundos de perder la cabeza recién entendió el gallo que acababa de morir y durante un minuto y medio porfió a ciegas que era posible ver, sostener el equilibrio, correr, agitar las alas, librarse de mí y coronar de sangre y desencanto el reino del aviario para que supiese el universo del verdugo quién era el hacedor de los crepúsculos, quien el reloj quien la añagaza del alba el celador de la noche el clamador puntual del atardecer.
No es lo mismo faenar acopio que ultimar en lid, hay dos modos de ser que es no más que dos modos morir, eso dijo, fue lo último que dijo, lo último que dijo que logré entender. Después lo desplumé, lo herví lo procesé y en ceremonia solemne lo comí. Con una manta en el hombro por una botella de vino preservada me llegué al sótano. y tras los vapores nictitantes del alcohol resguardado de la nieve bajo tierra me dormí